domingo, 2 de enero de 2011

Capitulo 10

FELIZ AÑO NUEVO CHICAS! Y FELIZ NAVIDAD! JAJAJA! LES DESEO LO MEJOR! QUE ESTE AÑO LO DISFRUTEN IGUAL O MEJOR QUE EL ANTERIOR! LAS AMO♥



Sentado en el cuarto de estar, Zac limpiaba su pistola.
Cuando, esa tarde, el encantador ex novio de Sharon había sacado la navaja, Zac había sentido por primera vez desde hacía mucho tiempo la falta de un arma.
Naturalmente, llevarla encima significaba tener que ocultarla. Aunque tenía todas las licencias necesarias para llevarla donde se le antojara, no podía ponerse una pistolera a la cintura, como un poli o un pistolero del antiguo Oeste. Y una sobaquera lo obligaría a usar chaqueta, al menos en público. Y si llevaba chaqueta, tendría que ponerse también pantalones largos. Ni siquiera él podía llevar chaqueta con pantalones cortos.
Siempre podía hacer lo que hacía Blue McCoy, claro. Blue era oficial de la Brigada Alfa y segundo en el mando de la unidad SEAL. Rara vez se ponía otra cosa que pantalones cortos y una camisa de faena vieja y gastada de color verde oliva, con las mangas cortadas. Y siempre llevaba un arma en una sobaquera bajo la camisa, con el cuero suave directamente pegado a la piel.
Notó un pinchazo en la rodilla y miró el reloj. Eran casi las tres. Las tres de la madrugada.
Steve Horowitz le había dado unos cuantos frasquitos llenos con un potente analgésico local similar a la novocaína. Todavía no era hora de ponerse otra inyección, pero casi. Zac se había puesto una a eso de las nueve, después de que Nessa lo llevara a casa desde el hospital. Nessa...
Sacudió la cabeza, decidido a pensar en cualquier cosa menos en Nessa, de la que sólo lo separaban unos cuantos tabiques muy finos. Nessa, con el pelo esparcido sobre la almohada, vestida únicamente con un provocativo camisón de algodón blanco. Sus labios bellos y suaves se abrirían ligeramente al dormir...
Sí, era un maestro a la hora de atormentarse. Llevaba allí sentado horas, sin pegar ojo, y había pasado la mayor parte de ese tiempo recordando, mejor dicho, reviviendo, el modo en que Nessa lo había besado en la playa. Cielo santo, qué beso aquél...
Era improbable que volviera a tener ocasión de besarla así otra vez. Ella había dejado claro que no quería repetir. Si sabía lo que le convenía, él procuraría mantenerse alejado de Vanessa Hudgens. Aunque, de todos modos, no sería difícil hacerlo. De allí en adelante, ella intentaría evitarlo.
De pronto oyó un golpe sordo en el dormitorio y se incorporó. ¿Qué demonios era eso?
Agarró sus muletas y su pistola y se movió lo más rápido que pudo por el pasillo hasta la habitación de
Tash.
Había comprado un televisor portátil barato. Era posiblemente la luz nocturna y la máquina de ruidos más cara del mundo. Su resplandor azulado iluminaba temblorosamente la habitación. Natasha estaba sentada en el suelo, junto a la cama, y se frotaba soñolienta los ojos y la cabeza. Gimoteaba, pero muy suavemente. Su voz apenas se oía por encima de los suaves murmullos del televisor.
-Pobre Tash, ¿te has caído de la cama? -le preguntó Zac, y entró a duras penas por la estrecha puerta de la habitación. Puso el seguro de su arma y se la guardó en el bolsillo del pantalón-. Vamos, vuelve a subir. Te arroparé.
Pero, al levantarse, la niña se tambaleó, casi como si hubiera bebido demasiado, y volvió a sentarse en el suelo. Mientras Zac la miraba, se tumbó y apoyó la frente contra la moqueta.
Zac apoyó las muletas contra la cama y se agachó para tomarla en brazos.
-Tash, son las tres de la mañana. No hagas el tonto.
Santo Dios, estaba ardiendo. Zac le tocó la frente, la mejilla, el cuello. Volvió a tocarla y rezó por equivocarse, por que estuviera simplemente sudorosa a causa de una pesadilla. Pero cada vez que la tocaba se convencía más: Natasha tenía fiebre, fiebre muy alta.
La levantó en brazos y la puso en la cama.
¿Cómo había podido ocurrir aquello? Había pasado bien todo el día. Había dado su clase de natación con su entusiasmo de costumbre. Se había metido en el agua una y otra vez, con su energía habitual. Sí, estaba dormida cuando habían vuelto del hospital, pero Zac lo había atribuido al cansancio y a la agitación del día. Seguramente, ver a su tío Zac apaleado por el ogro de Dwayne la había dejado agotada.
Tenía los ojos entrecerrados, apoyaba la cabeza contra la almohada como si le doliera y seguía haciendo aquel ruido extraño y quejumbroso.
Zac estaba aterrado. Intentó calcular por el tacto cuánta fiebre tenía, y le pareció que ardía peligrosamente.
-Tasha, habíame -dijo, sentado junto a ella en la cama-. Dime qué te pasa. Dime qué síntomas tienes.
Dios, qué cosas decía. «Dime qué síntomas tienes». Tasha tenía cinco años, no sabía qué demonios era un síntoma. Y, al parecer, ni siquiera sabía que su tío estaba allí, no podía oírlo, ni verlo.
Él había recibido entrenamiento médico, pero sólo sabía primeros auxilios. Podía arreglárselas con heridas de bala, de arma blanca, quemaduras y laceraciones. Pero con una niña enferma con la fiebre por las nubes...
Tenía que llevar a Natasha al hospital.
Podía llamar a un taxi, pero no podría bajar a la niña por las escaleras. Apenas se sostenía en pie con las muletas. No podría bajar con la niña en brazos. Sería demasiado peligroso intentarlo. ¿Y si se le caía?
-Enseguida vuelvo, Tash -dijo y, agarrando las muletas, se dirigió a la cocina, donde guardaba la guía telefónica.
La abrió y buscó el número de la compañía local de taxis. Marcó rápidamente. La línea sonó al menos diez veces antes de que alguien descolgara.
-Taxi Amarillo.
-Sí -dijo Zac-, necesito un taxi enseguida. Calle Midfield, 1210, apartamento 2°C. Es el complejo de apartamentos de la esquina de Midfield y Harris.
-¿Destino?
-El hospital municipal. Mire, necesite que el conductor venga hasta la puerta. Tengo una niña pequeña con fiebre y necesito que la baje...
-Lo siento, señor. Nuestros conductores no abandonan sus vehículos. Lo esperará en el aparcamiento.
-¿Es que no ha oído lo que acabo de decirle? Es una emergencia. Tengo que llevar a la niña al hospital -Zac se pasó la mano por el pelo mientras intentaba refrenar su ira y su frustración-. No puedo bajarla por las escaleras yo mismo. Estoy... -casi se atragantó al pronunciar las palabras- discapacitado físicamente.
-Lo siento, señor. La norma concierne a la seguridad de nuestros conductores. Pero el taxi que ha pedido llegará aproximadamente dentro de noventa minutos.
-¿Noventa minutos? ¡No puedo esperar noventa minutos!
-¿Cancelo su petición?
-Sí -Zac colgó bruscamente el teléfono, maldiciendo en voz alta. Volvió a levantarlo y marcó rápidamente el 911. Pareció pasar una eternidad antes de que alguien contestara.
-¿De qué se trata?
-Tengo una niña de cinco años con mucha fiebre.
-¿Respira la niña?
-Sí...
-¿Sangra?
-No, le he dicho que tiene fiebre...
-Lo siento, señor. Tenemos muchas llamadas prioritarias y un número de ambulancias limitado. Llegarán antes al hospital si la lleva usted mismo.
Zac luchó por reprimir las ganas de maldecir.
-No tengo coche.
-Bueno, puedo ponerlo en la lista, pero dado que no se trata de una situación de vida o muerte pero se, se arriesga a que su petición quede continuamente relegada a medida que entren nuevas llamadas -dijo la mujer-. Suele haber menos jaleo al amanecer.
Al amanecer.
-Olvídelo -dijo Zac, y colgó no muy amablemente.
¿Y ahora qué?
Nessa. Iba a tener que pedirle ayuda a Nessa.
Recorrió el pasillo lo más rápido que pudo hasta la habitación de Tasha. La niña tenía los ojos cerrados, pero se movía espasmódicamente. Seguía estando muy caliente al tacto. Quizás incluso más que antes.
-Aguanta, pequeña -dijo Zac-. Aguanta, princesa. Enseguida vuelvo.
Empezaba a moverse con bastante destreza con las muletas. Entró en el cuarto de estar y salió al corredor antes de tener siquiera tiempo para pensar.
Pero, mientras llamaba una y otra vez al timbre de Nessa, mientras abría la mosquitera y aporreaba la pesada puerta de madera, mientras esperaba a que abriera, no pudo evitar preguntarse qué demonios estaba haciendo. Acababa de pasar seis horas diciéndose que tenía que mantenerse alejado de aquella mujer. Nessa no lo quería, se lo había dejado más que claro. Y allí estaba él, aporreando su puerta en plena noche, listo para humillarse aún más pidiéndole que lo ayudara a bajar a una niña pequeña por las escaleras.
La luz se encendió dentro del apartamento. Ella abrió la puerta antes de acabar de ponerse la bata.
-Zachary, ¿qué ocurre?
-Necesito tu ayuda -ella nunca sabría cuánto le había costado pronunciar aquellas palabras. Sólo por Natasha le habría pedido ayuda. Si hubiera sido él quien ardiera de fiebre, no habría recurrido a ella. Preferiría haberse muerto-. Tasha está enferma, tiene mucha fiebre. Quiero llevarla al hospital.
-Está bien -dijo Nessa sin vacilar-. Espera, voy a ponerme unos pantalones y unas zapatillas y acerco el coche a las escaleras.
Volvió a su dormitorio para vestirse, pero él la detuvo.
-Espera.
Nessa volvió a la puerta. Zac estaba de pie al otro lado de la mosquitera, con las muletas bajo los brazos. Miraba la moqueta, no a ella. Cuando levantó la vista, la ira cristalina que solía haber en su mirada había desaparecido y tras ella sólo había quedado una profunda vergüenza. Apenas podía sostenerle la mirada. Apartó los ojos, pero se obligó a levantarlos de nuevo, y esa vez la miró fijamente.
-No puedo bajarla por las escaleras.
Nessa tenía el corazón en la garganta. Sabía cuánto le había costado decir aquello, y no quería meter la pata al contestar. No quería quitarle hierro al asunto, pero tampoco quería avergonzarlo más por darle demasiada importancia.
-Claro que no -dijo con calma-. Sería peligroso intentarlo con las muletas. Voy por el coche y vuelvo a subir para recoger a Natasha.
Él asintió una vez con la cabeza y desapareció.
Ella había dicho lo correcto, pero no había tiempo para disfrutar del alivio. Nessa entró corriendo en su dormitorio y se cambió de ropa.


-¿Una infección de oído? -repitió Zac con la mirada fija en el médico de urgencias.
El doctor era un interno que aún no había cumplido los treinta años, pero tenías unos modales que recordaban a los de un antiguo médico de campo, unos ojos azules que brillaban y una sonrisa cálida.
-Ya le he puesto un antibiótico y algo para que le baje la fiebre -dijo, mirando a Zac y a Nessa-, además de un descongestionante. Eso la mantendrá fuera de combate un tiempo. No se extrañen si mañana duerme hasta más tarde de lo normal.
-¿Eso es todo? -preguntó Zac-. ¿Sólo una infección de oído? -miró a Tasha, que estaba profundamente dormida, acurrucada en la cama del hospital. Parecía muy pequeña y frágil, con el pelo rojizo sobre las sábanas blancas.
-Puede que durante un día o dos siga experimentando ese aturdimiento del que me ha hablado usted -le dijo el médico-. Manténgala en la cama, si pueden, y asegúrense de que se acabe todo el frasco de antibiótico. Ah, y pónganle tapones en los oídos la próxima vez que vaya a nadar, ¿de acuerdo?
Zac asintió con la cabeza.
-¿Seguro que no es mejor dejarla aquí un tiempo?
-Creo que estarás más a gusto en casa -contestó el joven doctor-. Además, la fiebre ya le ha bajado. Llámenme si no sigue mejorando.
Una infección de oído. No una meningitis. Ni una apendicitis. Ni la escarlatina, ni una neumonía. Zac aún no se hacía a la idea. Tash iba a ponerse bien. Una infección de oído no hacía peligrar su vida. La niña no iba a morirse. Zac apenas podía creerlo. No lograba sacudirse la opresión que notaba en el pecho, un miedo increíble, una sensación de completa impotencia.
Notó que Nessa le tocaba el brazo.
-Vamos a llevarla a casa -dijo ella con calma.
-Sí -respondió Zac, y miró a su alrededor intentando rehacerse mientras se preguntaba cuándo iba a calar en él aquel alivio y cuándo se disiparía aquella extraña sensación de crispación y temor-. Ya he pasado aquí suficiente tiempo por hoy.
El trayecto a casa se le hizo más corto de lo que recordaba. Vio a Nessa subir a Tash por las escaleras y meterla en su piso. Dejó a la niña dormida en la cama y la tapó con la sábana y una manta ligera. Zac la observaba intentando no pensar que se estaba ocupando de Tasha porque él no podía.
-Tú también deberías intentar dormir un poco -dijo Nessa en voz baja cuando iban por el pasillo, camino del cuarto de estar-. Ya casi es de día.
Zac asintió con la cabeza.
Nessa se quedó en la puerta, con la cara entre las sombras, mirándolo.
-¿Estás bien?
No, no estaba bien. Él asintió.
-Sí.
-Entonces, buenas noches -ella abrió la mosquitera.
-Vanessa...
Nessa se detuvo y se volvió para mirarlo. No dijo nada, sólo esperó a que él hablara.
-Gracias -su voz sonó ronca y, para horror suyo, notó que de pronto tenía lágrimas en los ojos. Pero aún estaba oscuro y ella no podía notarlo.
-De nada -contestó Nessa en voz baja, y cerró la puerta.
Ella desapareció, pero las lágrimas que inundaban los ojos de Zac no. No pudo evitar que se derramaran y le cayeran por las mejillas. Se le escapó un sollozo, tembló y a aquel primer sollozo siguieron otros, más rápidos e intensos, hasta que se encontró llorando como un niño.
Había creído que Tasha iba a morir.
Se había sentido totalmente aterrorizado. Él, Zac, aterrorizado. Había participado en misiones de rescate y en expediciones de espionaje en territorio enemigo, en lugares donde podían haberlo matado simplemente por ser estadounidense. Se había sentado en cafeterías y había comido rodeado de personas que no habrían vacilado en cortarle el cuello si hubieran sabido su verdadera identidad. Se había infiltrado en una fortaleza terrorista y había recuperado un alijo de armas nucleares robadas. Había mirado a la muerte a los ojos más de una vez. En todas esas ocasiones, había sentido bastante miedo; sólo un tonto no lo habría sentido. Aquel miedo tenía un filo agudo, que lo mantenía alerta y en pleno dominio de sí mismo. No era nada comparado con el terror puro, desesperado, que había sentido esa noche.
Regresó a trompicones al santuario de su dormitorio, incapaz de contener el llanto. No quería llorar, maldición. Tasha estaba a salvo, se encontraba bien. Él debería tener suficiente control sobre sus emociones para impedir que la intensidad de su alivio lo dejara en aquel estado.
Apretó los dientes y procuró dominarse. Pero perdió la batalla.
Sí, Tasha estaba a salvo. De momento. Pero ¿y si no hubiera podido llevarla al hospital? El médico había dicho que era una suerte que la hubiera llevado a tiempo. La fiebre estaba a punto de volverse peligrosamente alta. ¿Y si Nessa no hubiera estado en casa? ¿Y si no hubiera podido bajar a Tasha por las escaleras? ¿Y si, durante el tiempo que había pasado intentando encontrar un modo de llevarla al hospital, la fiebre le hubiera subido aún más? ¿Y si su incapacidad para hacer algo tan sencillo bajar a una niña por un tramo de escaleras hubiera puesto en peligro la vida de su sobrina? ¿Y si Tasha hubiera muerto porque él vivía en el segundo piso? ¿Y si hubiera muerto porque era demasiado orgulloso para admitir la verdad: que tenía una discapacidad física?
Esa noche había pronunciado aquellas palabras al hablar con el operador de la empresa de taxis. «Estoy físicamente discapacitado». Ya no era un SEAL. Era un lisiado con bastón que podía haber dejado morir a una niña por su maldito orgullo.
Zac se sentó en la cama y se abandonó al llanto.


Nessa oyó un ruido extraño al dejar su bolso encima de la mesa de la cocina. Lo levantó y volvió a ponerlo sobre la mesa. Oyó de nuevo aquel ruido. ¿Qué llevaba allí dentro?
Se acordó antes incluso de abrir la cremallera. La medicina de Tasha. Zac había comprado el antibiótico en la farmacia del hospital, que abría las veinticuatro horas.
Nessa la sacó del bolso y la miró con atención. Tash no debía tomar otra dosis hasta poco antes de mediodía, a menos que se despertara antes.
Sería mejor que se la llevara Zac cuanto antes, en lugar de esperar.
Salió del apartamento y se acercó al de Zac. Todas las ventanas estaban a oscuras. Maldición. Abrió la mosquitera, haciendo una mueca al oír su chirrido, y probó con el pomo de la puerta.
Estaba abierta.
Entró despacio, sigilosamente. Se metió de puntillas en la cocina, dispuesta a poner la medicina en la nevera y...
¿Qué era eso? Nessa se quedó helada.
Era un sonido extraño, un sonido suave. Nessa se quedó muy quieta, sin hacer ruido, sin atreverse apenas a respirar mientras aguzaba el oído. Allí estaba. Era el sonido de una respiración agitada, de un llanto casi silencioso. ¿Se había despertado Tasha? ¿Estaba ya Zac tan profundamente dormido que no la oía?
Recorrió silenciosamente el pasillo hasta el dormitorio de Tasha y echó un vistazo.
La pequeña estaba dormida y respiraba lenta y rítmicamente.
Nessa volvió a oír aquel ruido y, al volverse, vio a Zac a la luz tenue que se filtraba por las persianas de su habitación. Estaba sentado en la cama, doblado sobre sí mismo como si le doliera algo, con los codos apoyados en las piernas. Con una mano se cubría la cara. Era la imagen misma de la desesperación.
El ruido que ella había oído... procedía de Zac. Zachary Efron estaba llorando.
Nessa se quedó atónita. Nunca, ni en un millón de años, hubiera esperado verlo llorar. Lo creía incapaz de liberar sus emociones de manera tan visible y expresiva. Habría esperado que lo interiorizara todo, o que negara sus sentimientos.
Pero estaba llorando.
Sintió que el corazón se le rompía por él y retrocedió en silencio. Sabía instintivamente que él se sentiría avergonzado y humillado si llegaba a enterarse de que ella había contemplado aquel derrumbe emocional.
Nessa regresó sin hacer ruido al cuarto de estar, salió del apartamento y cerró la puerta conteniendo el aliento.
¿Y ahora qué?
No podía regresar a su casa sabiendo que él estaba a solas con su dolor y sus miedos. Además, seguía llevando en la mano la medicina de Tasha.
Respiró hondo, consciente de que, si Zac abría la puerta, podía muy bien recoger la medicina y dejarla a ella fuera. Pero aun así llamó al timbre.
Sabía que él lo había oído, pero no se encendió ninguna luz, nada se movió. Abrió la mosquitera y llamó a la puerta. Después la abrió unos centímetros.
-¿Zac?
-Sí -su voz sonó ronca-. Estoy en el cuarto de baño. Espera, enseguida salgo.
Nessa entró de nuevo y cerró la puerta. Se quedó allí parada, apoyada contra la puerta, preguntándose si debía encender las luces. Oyó correr el grifo del lavabo del baño y se imaginó a Zac lavándose la cara con agua helada y rezando por que ella no notara que había estado llorando. Dejó las luces apagadas.
El no hizo ademán de encenderlas cuando por fin apareció al fondo del pasillo a oscuras. No dijo nada. Se quedó allí parado.
-Yo... eh... tenía la medicina de Tasha en el bolso -dijo Nessa-. He pensado que era mejor traértela ahora en vez de esperar a... mañana.
-¿Quieres una taza de té?
Su pregunta, formulada en voz baja, la pilló completamente por sorpresa. No había imaginado que, entre todas las cosas que podía decirle, la invitara a quedarse a tomar una taza de té.
-Sí -dijo ella-, me gustaría.
Las muletas de Zac chirriaron cuando entró en la cocina. Nessa lo siguió, indecisa.
Él no encendió la lámpara del techo. No hacía falta. La luz del aparcamiento entraba a raudales por la ventana de la cocina. Era una luz plateada que proyectaba sombras sobre las paredes, pero era suficiente para ver.
Mientras él llenaba la tetera con agua del grifo, Nessa abrió la puerta de la nevera y puso la medicina dentro. Al cerrarla, vio la lista que Zac tenía allí, la lista de todas las cosas que ya no podía hacer..., la lista de las cosas que, a su modo de ver, le impedían ser un hombre.
-Sé que ha sido duro para ti ir a pedirme ayuda esta noche -dijo en voz baja.
Él llevó la tetera a la placa de la cocina, apoyándose sólo en su muleta derecha, y la puso encima. No dijo una palabra hasta que hubo encendido el quemador. Entonces se volvió para mirarla.
-Sí -dijo-, ha sido duro.
-Pero me alegra que lo hicieras. Me alegra haber podido ayudar.
-La verdad... -se aclaró la garganta y empezó de nuevo-. La verdad es que creía que iba a morirse. Estaba aterrorizado.
Su franqueza sorprendió a Nessa. «Estaba aterrorizado». Otra sorpresa. Nunca hubiera esperado que Zac admitiera aquello. Nunca. Claro que aquel hombre no había dejado de sorprenderla desde el principio.
-No sé cómo lo soportan los padres -dijo él, y bajó la tapa de la tetera, como si así el agua fuera a calentarse antes-. Porque tienes un hijo al que quieres más que a tu propia vida, ¿no? Y de pronto está tan enfermo que no puede ni tenerse en pie -su voz se crispó-. Lo que me desespera es que, si hubiera sido la única persona que quedara en el mundo, si hubiera dependido sólo de mí, no habría podido llevarla al hospital. Seguiría aquí, intentando averiguar cómo bajarla por esas escaleras -se volvió de pronto y dio un manotazo sobre la encimera, lleno de ira y frustración-. ¡Odio sentirme tan impotente!
Sus hombros parecían tensos; su cara, llena de amargura. Nessa cruzó los brazos para no extenderlos hacia él.
-Pero no eres la única persona que queda en el mundo. No estás solo.
-Pero no puedo hacer nada.
-Claro que sí -respondió ella-. Eso era antes. No podrías hacer nada si te negaras a pedir ayuda. —Él se echó a reír con un resoplido amargo.
-Sí, ya...
-Sí -dijo ella con firmeza-. Exacto. Piénsalo, Zachary. Hay muchas cosas que no hacemos nosotros mismos, cosas que seguramente no podríamos hacer. Mira tu camiseta -le ordenó mientras se acercaba. Extendió la mano y tocó la suave tela de algodón de su camiseta. La levantó, le dio la vuelta y expuso a la luz de la ventana el dobladillo cosido a máquina-. Esta camiseta no la has hecho tú, ¿verdad? Ni has hilado el algodón para confeccionar la tela. El algodón crece en los campos. Lo sabías, ¿no? Un montón de gente ha hecho algo para que esa plantita esponjosa se convierta en esta camiseta. ¿Significa eso que eres un inútil porque no la has hecho tú mismo?
Nessa estaba muy cerca de él. Sentía su olor masculino y almizcleño, mezclado con un delicioso perfume a desodorante y loción para afeitar algo decadente. Él la miraba. La luz de la ventana proyectaba sombras sobre su cara y hacía más duros y ásperos sus rasgos. Sus ojos brillaban y, aunque en ese momento resultaba imposible precisar su color, el ardor que había en ellos no necesitaba de luz alguna para dejarse ver.
Ella soltó la camiseta, pero no retrocedió. No quería hacerlo, aunque ello significara arder espontáneamente bajo el fuego de sus ojos.
-Así que... ¿qué importa que no puedas hacerte tu propia ropa? -continuó-. La buena gente de Fruit of the Loom y de Levi's la hace por ti. ¿Qué importa que no puedas bajar a Tasha por las escaleras? Yo la bajaré por ti.
Zac sacudió la cabeza.
-No es lo mismo.
-Es exactamente lo mismo.
-¿Y si no estás en casa? ¿Qué pasará entonces?
-Que llamarás a Thomas. O a tu amigo... como se llame... Lucky. En lugar de eso -señaló la lista de la nevera-, deberías tener una lista de dos páginas de amigos a los que puedes llamar para pedirles ayuda. Porque sólo estás indefenso si no tienes a nadie a quien acudir.
-¿Y correrán por la playa en mi lugar? -preguntó Zac con voz tensa. Se acercó a ella, situándose peligrosamente cerca. Su cuerpo estaba a un suspiro del de Nessa, y ella sentía su aliento, caliente y dulce, en el pelo-. ¿Volverán a ponerse en forma por mí? ¿Volverán a ser un SEAL en servicio activo por mí? Y luego ¿me acompañarán en mis misiones y correrán cuando corra y nadarán contra una corriente de dos nudos cuando tenga que nadar? ¿Saltarán de un avión a altitud elevada por mí? ¿Lucharán cuando tenga que luchar y se moverán sin hacer ruido cuando tenga que ser sigiloso? ¿Harán todas las cosas que tendría que hacer para mantenernos vivos a mí y a los hombres de mi unidad?
Nessa se quedó callada.
-Sé que no lo entiendes -dijo él. La tetera empezó a sisear y a silbar con un sonido agudo y triste. Se apartó de Nessa y se acercó al fogón.
No la había tocado, pero su presencia y su cercanía habían sido casi palpables. Ella se tambaleó levemente como si él la hubiera estado sujetando, retrocedió y se sentó en una de las sillas de la cocina. Mientras lo miraba, Zac apartó la tetera del fuego y sacó dos tazas de un armario.
-Ojalá pudiera hacerte entender.
-Inténtalo.
Él se quedó callado mientras abría de nuevo el armario y sacaba dos bolsitas de té. Puso una en cada taza. Luego sirvió el agua humeante de la tetera. Dejó ésta en el fogón y parecía enfrascado en remojar las bolsitas de té cuando comenzó a hablar entrecortadamente.
-Ya sabes que crecí aquí, en San Felipe -dijo-. También te dije que mi infancia no fue precisamente un lecho de rosas. Pero eso es quedarse corto. La verdad es que fue espantosa. Mi padre trabajaba en un barco pesquero... cuando no estaba tan borracho que no podía levantarse de la cama. Era exactamente como vivir en un episodio de Las desventuras de Bea-ver o de Papá lo sabe todo -la miró y el músculo de su mandíbula se tensó-. Voy a tener que pedirte que lleves las tazas al cuarto de estar por mí.
-Claro -Nessa lo miró por el rabillo del ojo-. No ha sido tan difícil, ¿no?
-Sí, lo ha sido -con las dos muletas firmemente apoyadas bajo los brazos, Zac entró delante de ella en el cuarto de estar. Sólo encendió una lámpara, que dejó la habitación envuelta en un suave resplandor casi dorado.
-Perdóname un minuto -dijo, y desapareció por el pasillo, camino de su cuarto.
Nessa dejó las tazas sobre la mesa baja que había delante del sofá de cuadros y se sentó.
-Quería ver cómo estaba Tash -dijo Zac al volver al cuarto de estar-. Y quería traer esto -sostenía una bolsa de papel: la bolsa que le había dado el médico en el hospital.
Hizo una mueca al sentarse al otro lado del largo sofá y levantar la pierna herida para apoyarla en la mesa. Mientras Nessa lo observaba, abrió la bolsa y sacó una jeringuilla y un frasquito.
-Tengo que tener la pierna en alto. Espero que no te importe que haga esto aquí.
-¿Qué vas a hacer exactamente?
-Esto es un analgésico local, una especie de novocaína -explicó él mientras llenaba la jeringuilla con el líquido transparente-. Voy a inyectármelo en la rodilla.
-¿Vas a inyectártelo en...? —Estás de broma.
-Cuando era un SEAL, recibí entrenamiento médico -dijo él-. Steve me puso una inyección de cortisona en el hospital, pero tardará en actuar algún tiempo. Esto tiene un efecto casi inmediato. El problema es que desaparece a las pocas horas y tengo que volver a pincharme. Aun así, embota el dolor sin afectar al sistema nervioso central.
Nessa apartó los ojos-. Era incapaz de mirar mientras él se clavaba la aguja en la pierna.
-Lo siento -murmuró Zac-. Pero estaba otra vez a punto de cruzar la línea del dolor insoportable.
-Creo que yo no podría ponerme una inyección -reconoció Nessa.
Él la miró con la boca torcida en una especie de sonrisa.
-Bueno, tampoco es que a mí me guste hacerlo, pero ¿te imaginas lo que podría haber pasado esta noche si me hubiera tomado el calmante que quería recetarme Steve? No habría oído a Tasha caerse de la cama. Seguiría ahí, en el suelo, y yo estaría babeando, inconsciente, en mi cama. De este modo se me adormece la rodilla, pero no el cerebro.
-Una filosofía interesante para un hombre que se emborracha para dormir dos noches seguidas.
Zac sintió que su rodilla empezaba a insensibilizarse. Volvió la cabeza a un lado y a otro para relajar los hombros y el cuello.
-Vaya, no te andas con rodeos, ¿eh?
-Las cuatro y media de la madrugada no es hora para charlar cortésmente -repuso ella. Luego dobló las piernas sobre el sofá y bebió un sorbo de té-. Si no puede uno ser sincero a las cuatro y media, ¿cuándo va a serlo?
Zac se frotó el cuello.
-Si quieres una verdad sin tapujos, ahí va una que lo es lo mismo a las cuatro y media que a mediodía: como te dije antes, ya no bebo.
Ella lo observaba con sus ojos castaños, aunque Zac no sabía qué estaba buscando. Sintió el impulso de darse la vuelta y cubrirse la cara, temeroso de que viera los rastros delatores de sus lágrimas recientes. Pero se obligó a sostenerle la mirada.
-No creo que seas capaz de dejarlo por las buenas -contestó ella finalmente-. Así, sin más. Mírate. Sé que estás sobrio, pero...
-La noche que nos conocimos, no me pillaste precisamente en mi mejor momento. Estaba... celebrando mi licencia de la Marina, brindando por su falta de fe en mí -recogió su taza de té y bebió un sorbo. Estaba demasiado caliente y se quemó-. Te dije... que no tengo costumbre de beber tanto. No soy como Sharon. Ni como mi padre. Él era un canalla. Tenía dos facetas: o estaba bebido y furioso, o estaba con resaca y furioso. En cualquier caso, Sharon, mis hermanos varones y yo aprendimos a mantenernos alejados de él. Pero a veces alguno acababa en el lugar equivocado en el momento equivocado, y nos daba una paliza. Solíamos sentarnos horas y horas, inventando mentiras para explicar a nuestros amigos cómo nos habíamos hecho los moratones y cómo habíamos acabado con los ojos morados -soltó un bufido-. Como si no supieran lo que pasaba. La mayoría vivía el mismo infierno.
¿Sabes?, yo muchas veces fingía que no era mi padre en realidad. Me inventé una historia en la que yo era una especie de criatura marina que había quedado enredada en sus redes un día que él había salido con el pesquero.
Nessa sonrió.
-Como Tasha cuando finge ser una princesa rusa.
Su sonrisa era hipnótica. Zac apenas podía pensar en otra cosa que no fuera el tacto de sus labios y en cuánto deseaba experimentar de nuevo aquella dulce sensación. Resistió el impulso de alargar la mano y tocar su bella cara. Ella miró hacia otro lado y su sonrisa se desvaneció. De pronto parecía tímida, como si supiera lo que él estaba pensando.
-Así que allí estaba yo -prosiguió Zac-, con diez años y viviendo una pesadilla en casa. Fue ese año, el año que estaba en cuarto curso, cuando empecé a pasarme horas montando en bici para salir de casa.
Ella lo escuchaba con atención, con la mirada fija en su taza, como si ésta contuviera la respuesta a todas sus preguntas. Se había quitado las zapatillas, que estaban en el suelo, frente a ella. Tenía las esbeltas piernas dobladas sobre el sofá, provocativamente suaves y bronceadas. Llevaba una sudadera gris con capucha y unos pantalones cortos. En el hospital la llevaba abrochada, pero en algún momento desde su regreso se había bajado la cremallera. La camisa que llevaba debajo era blanca y suelta, con un pequeño volante en la parte de arriba.
Zac comprendió de pronto que era el camisón. Se había puesto la ropa encima del camisón, se había remetido éste en los pantalones y se lo había tapado con la sudadera.
Nessa lo miró, esperando a que continuara.
Zac carraspeó para aclarar el súbito nudo de deseo que notaba en la garganta y siguió hablando.
-Un día hice con la bici un par de kilómetros por la costa, hasta una de las playas donde los SEAL suelen hacer sus ejercicios de entrenamiento. Fue asombroso ver a aquellos tipos -sonrió al recordar que había pensado que los SEAL estaban locos la primera vez que los vio en la playa-. Siempre estaban mojados. Hicieran lo que hiciesen, y fuera cual fuese el tiempo, los instructores siempre los hacían lanzarse al agua primero para que se empaparan. Luego reptaban boca abajo por la playa y se embadurnaban de arena, hasta la cara y el pelo, por todas partes. Y después corrían veinte kilómetros arriba y abajo por la playa. Eran increíbles. Para un chaval de diez años, era muy divertido. Pero, aunque yo no era más que un crío, veía más allá de todas aquellas payasadas. Sabía que, fuera lo que fuese lo que consiguieran con aquellas pruebas interminables y durísimas, tenía que ser fantástico.
Nessa se había vuelto ligeramente para mirarlo. Quizá fuera porque él sabía que llevaba el camisón bajo la ropa, o quizá porque era la hora más oscura y peligrosa de la noche, pero allí sentada parecía un sueño. Estrecharla en sus brazos y hacerle el amor sería una escapada deliciosa de todo su dolor y frustración, aunque fuera pasajera.
Zac sabía sin asomo de duda que un solo beso derretiría la cautela y la reserva de Nessa. Sí, era buena chica. Sí, quería algo más que sexo. Quería amor. Pero ni siquiera las buenas chicas eran capaces de sustraerse al deseo dulce y ardiente. Él podía demostrarle, y convencerla con un solo beso, que a veces el sexo, practicado por simple placer y pasión, era suficiente.
Pero, curiosamente, quería más de aquella mujer que la ardiente satisfacción de una descarga sexual. Curiosamente, quería que ella entendiera cómo se sentía: sus frustraciones, su ira, sus miedos más oscuros.
«Inténtalo», había dicho ella. Y él lo estaba intentando.
-Empecé a ir todos los días a la base naval -continuó, obligándose a concentrarse en los grandes ojos marrones de Vanessa en lugar de en la suavidad de sus muslos-. Siempre rondaba por allí. Me colaba en un bar al que solían ir los marinos fuera de servicio para escuchar sus historias. Los SEAL no iban mucho por allí, pero cuando iban, Dios, cuánto respeto les demostraban... Tanto los soldados rasos como los oficiales. Tenían un aura de grandeza y yo estaba convencido, junto con el resto de la Marina, de que aquellos tipos eran dioses.
Los observaba cada vez que tenía ocasión, y me fijé en que, aunque la mayoría no vestía uniforme, todos llevaban el mismo alfiler. Lo llamaban Budweiser. Era un águila con una ametralladora en una garra y un tridente en la otra. Descubrí que conseguían ese alfiler después de pasar un curso de entrenamiento intensivo muy duro. La mayoría de ellos no lo superaba, y en algunas clases abandonaba hasta el noventa por ciento de los alumnos. Era un programa de semanas y semanas de tortura organizada, y sólo los hombres que llegaban hasta el final conseguían ese alfiler y se convertían en SEAL.
Nessa seguía mirándolo como si él le estuviera contando la historia más fascinante del mundo, así que Zac prosiguió.
-Entonces, un día -continuó-, poco antes de cumplir doce años, vi que los SEAL que se estaban entrenando se dirigían con sus lanchas inflables hacia las rocas que hay cerca del hotel Coronado. Era el final de la primera fase del curso de entrenamiento. A esa semana se la llama «la semana del infierno», porque es realmente un infierno. Estaban agotados, se les notaba en la cara y en cómo iban sentados en las barcas. Yo estaba seguro de que iban a morir todos. ¿Has visto las rocas que hay por allí? -ella negó con la cabeza-. Son muy peligrosas. Aserradas. Y allí las olas son siempre muy fuertes, lo cual no es buena combinación. Pero vi que aquellos tipos agachaban la cabeza y lo hacían. Podrían haber muerto. Los hay que han muerto haciendo ese ejercicio.
A mi alrededor, oía a los turistas y a los mirones que había por allí haciendo ruido, preguntándose en voz alta por qué aquellos hombres arriesgaban sus vidas cuando podían ser marinos rasos en la Marina regular y no tener que ponerse en peligro de ese modo -Zac se inclinó hacia Nessa, ansioso porque lo entendiera-. Y yo me quedé allí parado. Era sólo un niño, pero lo entendía. Entendía el por qué. Si esos tipos lo conseguían, serían SEAL. Tendrían aquel alfiler y podrían entrar en cualquier base militar del mundo y ser respetados automáticamente. Y, lo que era aún mejor, se respetarían a sí mismos. ¿Conoces ese viejo dicho, «Vayas donde vayas, allí estás»? Pues yo sabía que, fueran donde fuesen, al menos un hombre les respetaría, y el respeto de ese hombre era lo más importante de todo.
Incapaz de seguir con la mirada apartada, Nessa volvio a fijar los ojos en él. Se lo imaginaba de niño, con las mejillas lisas, el cuerpo menudo y flaco y aquellos inmensos ojos azules llenos de una sabiduría imposible, a pesar de su tierna edad. Se lo imaginaba escapando de aquella espantosa infancia y de un padre que lo maltrataba, buscando un lugar del que pudiera sentirse parte, un lugar donde estar a salvo, un lugar donde poder aprender a quererse, un lugar donde sería respetado... por otros y por sí mismo.
Y había encontrado aquel lugar entre los SEAL.
-Fue entonces cuando supe que iba a ser un SEAL -dijo él en voz baja, pero intensa-. Y desde ese día me respeté aunque nadie más lo hiciera. Aguanté en casa otros seis años. Acabé el instituto porque sabía que necesitaba el título. Pero el día que me gradué, me alisté en la Marina. Y lo conseguí. Lo conseguí. Pasé el curso de entrenamiento y logré desembarcar con mi barca neumática en las rocas de Coronado. Y me dieron ese alfiler.
Apartó la mirada de ella y se quedó mirando, sin verla, su rodilla herida, los hematomas, la inflamación y el sinfín de cicatrices entrecruzadas. Nessa tenía el corazón en la garganta mientras lo miraba. Zac le había contado todo aquello para hacerle comprender, y ella comprendía. Sabía qué iba a decir él a continuación y, a pesar de que no las había pronunciado aún, sus palabras le dolieron.
-Siempre pensé que, al convertirme en un SEAL, había escapado de mi vida. Ya sabes, de cómo tendría que haber sido mi vida. Debería haberme matado en un accidente de tráfico, como mi hermano Rob. Estaba borracho y se estrelló contra un poste. O quizá debería haber dejado embarazada a mi novia del instituto, como hizo Danny. Debería haberme casado y tener una mujer y un hijo que alimentar a los diecisiete años, y haber trabajado para la misma flota pesquera que mi padre, y haber seguido los pasos de ese viejo bastardo. Siempre pensé que, al unirme a la Marina y convertirme en un SEAL, había engañado al destino. Y ahora mírame. Estoy otra vez en San Felipe. Y he pasado un par de noches imitando a mi padre. Bebe hasta que te caigas. Hasta que no sientas dolor.
Nessa tenía lágrimas en los ojos y, cuando Zac la miró, vio que su mandíbula estaba tensa y que él también tenía los ojos húmedos. Él volvió la cabeza. Tardó un momento en hablar de nuevo y, cuando por fin lo hizo, su voz sonó firme, pero terriblemente triste.
-Desde que me hirieron -dijo en voz baja-, me siento como si hubiera vuelto a esa pesadilla que era mi vida. Ya no soy un SEAL. He perdido eso. Ha desaparecido. No sé quién soy, Nessa. Soy un tipo incompleto, alguien que flota por ahí -sacudió la cabeza-. Lo único que sé con toda seguridad es que también he dejado de respetarme a mí mismo -se volvió hacia ella. Ya no le importaba que viera que tenía los ojos llenos de lágrimas-. Por eso tengo que recuperarlo todo. Por eso tengo que ser capaz de correr, salta, zambullirme en el agua y hacer todas las cosas de esa lista -se limpió bruscamente los ojos con el dorso de la mano. Se resistía a entregarse a la emoción que amenazaba con apoderarse de él-. Quiero recuperarlo. Quiero volver a sentirme completo.

2 comentarios:

dani1301 dijo...

ohhhhhhh..........
zac por fin dejo salir sus sentimientos
por fin esta confiando en nessa
que bueno
bueno me encanta tu nove
siguela prontito
bye

이지준 dijo...

awwwwww
Llore no ame ese capi
Zac mmm no llore mucho
pobresito hay y nessa que
linda ayudandolo
siguela me encanta
esperare con ansias el otro
Domingo
jijiji
bye :)

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